La oscuridad de Pistorius: a 10 años del brutal crimen de su novia, vive casi en soledad en prisión y pide la libertad
La mató el Día de San Valentín. Reeva Steenkamp tenía cuatro balazos en su cuerpo. El ídolo sudafricano, medallista mundial y paralímpico, se había convertido en un monstruo. El crimen reveló su cara desconocida: la violencia, el amor por las armas, la agresividad. Fue condenado a 13 años y 5 meses de prisión. En la cárcel, lee la Biblia, se reencontró con el padre de su novia y quiere volver a vivir en libertad
Todo lo que quiere, lo único que ambiciona por ahora, es salir de la cárcel. Está preso por matar a su novia hace diez años, el 14 de febrero de 2013, alegórico Día de San Valentín: le pegó tres balazos a través de la puerta del baño de su residencia, y después dijo que había creído que un ladrón se había metido en su casa y podía poner en juego la vida de su amada, a la que supuso dormida a su lado. Una patraña para salvar del derrumbe su imagen de ídolo deportivo, un atleta sin piernas, con dos prótesis metálicas, que vulneraba records en las pistas de atletismo, ganaba medallas doradas, preseas olímpicas, encarnaba un ideal, era un ejemplo social de recuperación ante la adversidad, de decisión heroica de superación con esfuerzo y tenacidad ante un destino fatal que había marcado su vida desde la infancia. Pero era un ídolo con los pies de barro.
Lejos de su retrato oficial, Oscar Leonard Carl Pistorius era un tipo violento, agresivo, manipulador y fascinado por las armas de fuego, dominado por los celos, enrejado por la inseguridad, cercado por la cólera y acaso por la desdicha. A ese Oscar Pistorius no lo conocía casi nadie. Lo padecían sus amigos, lo sufrían sus novias, lo comprendía en parte su familia, lo ocultaron todos hasta la trágica noche de febrero de 2013, la noche del crimen, de la patraña, de la mentira y del final de la carrera de niño mimado y deportista ejemplar. Después de nueve años en prisión, con libertades condicionales y aumentos de condena en un caso judicial intrincado, este mes puede pedir la libertad condicional, o la prisión domiciliaria. Y tal vez se la concedan.
Pistorius nació en 22 de noviembre de 1986 en Johannesburgo, Sudáfrica. Nació enfermo y mutilado: no tenía hueso peroné en sus piernas, producto de un mal congénito muy poco frecuente: hemimelia fibular. A los once meses le amputaron las piernas a la altura de la mitad del tramo que va desde las rodillas hasta los tobillos. ¿Cómo se puede medir la mutilación mental que produce una mutilación física? Pistorius casi no había aprendido a caminar cuando ya no tenía más piernas.
La familia quedó devastada por la tragedia. Sus padres, Sheila y Heinke Pistorius, se separaron cuando el chico tenía seis años y la madre se hizo cargo de sus tres hijos, Carl, el mayor, Oscar y Aimée, la menor, que ha sido sostén de Pistorius en sus años de prisión. Se mudaron todos a una casa más chica en un barrio más peligroso de la ciudad, en la que Sheila fue sostén de su hijo sin piernas, a quien le repitió hasta cansarse que jamás debía sentirse inferior a nadie; a quien apuntaló desde que le fabricaron el primer par de piernas ortopédicas y a quien envió al célebre colegio Constancia Kloof y al no menos estricto secundario Pretoria Boys. En esos dos institutos, y aún antes, Pistorius se metió de lleno en el deporte y en especial en el atletismo. Hacia las pistas fue, como un desafío supremo, el hijo de Sheila que, finalmente, cayó en el alcoholismo, padeció una enfermedad renal y murió a los cuarenta y tres años, cuando Oscar tenía quince.
Pistorius jugó primero waterpolo, tenis, fútbol, anduvo en bicicleta con ánimo de competir algún día, e integró el tercer equipo XV de su escuela, hasta que, en junio de 2003, una grave lesión en la rodilla lo obligó a dejar el rugby de lado: tenía diecisiete años. Cambió todo por la pista de atletismo, mientras se rehabilitaba en el Centro de Alto Rendimiento de la Universidad de Pretoria. Necesitó nuevas piernas ortopédicas para convertirse en un velocista de los cien y cuatrocientos metros: se las fabricó un ingeniero local a quien conoció gracias al especialista sudafricano Francois van der Watt. Pero esas piernas se rompían con la presión a las que las sometía Pistorius, de manera que recurrió al ortopedista estadounidense, y ex velocista paralímpico, Brian Frasure. Finalmente, sus muñones quedaron encajados en dos hojas de acero, aerodinámicas, resistentes, elásticas y seguras, dobladas en forma de J que le daban un aspecto extraño a su figura y que hicieron que sus compañeros lo bautizaran “Blade Runner”.
Pistorius estudió administración de empresas dedicadas a las ciencias del deporte en la Universidad de Pretoria. Entonces empezó su lucha por participar de unos juegos olímpicos. En 2008, cuanto todavía no había cumplido veintidós años, la Federación Internacional de Atletismo lo consideró “inelegible” para participar de los Juegos de Pekín. Apeló y ganó, pero no pudo superar el tiempo mínimo de clasificación. Por entonces, ya había empezado a ser visto como un ídolo en Sudáfrica que admiraba el empuje de su metro ochenta y cuatro de altura, sus ochenta kilos de peso lanzados en pos de una meta.
Pistorius ganaba. Fue medalla de plata en el Mundial de Daegu con el equipo sudafricano de relevo en la posta 4×400 metros. En 2012, el Comité Olímpico Sudafricano lo confirmó en el equipo a participar de los Juegos Olímpicos de Londres de ese año: “Hoy es el día más orgulloso de mi vida –dijo entonces-. Estoy muy satisfecho de que hayan fructificado todos estos años de arduo trabajo, determinación y sacrificio”.
El sábado 4 de agosto de 2012, Oscar Pistorius, de veinticinco años, se convirtió en el primer atleta amputado en competir con sus pares no amputados en un Juego Olímpico y clasificar para las semifinales de los cuatrocientos metros. No ganó. Pero hizo historia.
Seis meses después, mató a su novia.
La chica se llamaba Reeva Steenkamp, tenía veintinueve años, tres más que Pistorius, era modelo, abogada, bella, militante contra la violencia de género que, acaso sin saberlo, había caído en la telaraña del atleta, como revelaron los mensajes que le había enviado días u horas antes de su muerte. Eran, o parecían ser, la pareja perfecta: se habían conocido en 2012 y ambos irradiaban frescura, juventud y empuje. Eran tertulianos frecuentes de algunos programas de la tele, y las revistas del corazón, que siempre apuntan un par de cuartas más abajo del corazón, les dedicaban tapas y páginas enteras con fotos a todo color.
Reeva compartía la residencia de Pistorius, o lo hacía de manera frecuente, y la noche del crimen, el 14 de febrero de 2013, ambos cenaron juntos. No se sabe qué sucedió después, ni antes, porque Pistorius dijo cosas que los hechos desmintieron una por una. Por ejemplo, el ídolo ya resquebrajado dijo que ambos se habían ido a dormir a las diez de la noche. Pero las vísceras de Reeva demostraron en la autopsia que lo último que la mujer había comido databa de dos horas antes de su muerte, que fue a las tres de la mañana. Todo cuanto Pistorius dijo sobre qué había sucedido aquella noche, fue un invento destinado a eludir la cárcel, salvarse y salvar al ídolo convertido en asesino.
A las tres de la mañana los vecinos de Silver Woods Estate, un barrio cerrado con custodia levantado en la zona este de Pretoria, escucharon disparos. Cuatro. Primero uno, y luego tres muy seguidos. Oyeron una voz que pedía ayuda y no dudaron: los gritos, como antes los disparos, venían de la casa del vecino más famoso.
Los primeros que entraron a la residencia, porque la puerta estaba sin llave, vieron a Pistorius en lo alto de una escalera, con una mujer rubia en brazos, ambos empapados de sangre. Uno de los vecinos le aconsejó colocar el cuerpo en el piso y llamó a una ambulancia. Reeva tenía tres heridas de bala. Una en un brazo, otra en la cadera y la tercera en la cabeza: era mortal.
“Pensé que era un ladrón y le disparé”, dijo Pistorius desesperado, o al menos lo parecía. Otro de los vecinos buscó el pulso de la mujer, levantó uno de sus párpados y confirmó lo que era evidente: “Está muerta”. Pistorius, entonces, estalló en una crisis de nervios. “¡La maté…! ¡Maté a mi novia! ¡Que Dios me lleve!”, arrasado por la emoción. O al menos parecía estar arrasado por la emoción. Minutos después llegó una ambulancia que certificó la muerte, y media hora después llegó la policía. El detective a cargo del caso se llamaba Hilton Botha.
¿Qué dijo Pistorius? Que se habían ido a dormir a las diez de la noche. Que, en la madrugada, lo despertó un ruido en la habitación; que pensó que era un ladrón y, para proteger a su novia, había empuñado su pistola nueve milímetros, cargada con balas explosivas; que no tenía puestas sus piernas ortopédicas, la de las hazañas deportivas, y que se sintió vulnerable, incapaz de moverse con rapidez sin ellas; que entonces había disparado hacia la puerta del baño cuatro veces y pidió a Reeva que llamara a la policía, sin encontrar respuesta; que luego encendió la luz y vio que su novia no estaba en la cama; pensó entonces que podía haberse equivocado e intentó abrir la puerta del baño que estaba cerrada por dentro; que había intentado derribar la puerta con el hombro y que había usado luego un bate de criquet que, explicó, siempre estaba a mano para defenderse de los ladrones y que así había hecho saltar uno de los paneles de madera del baño, lo que le permitió destrabar la puerta. Así había hallado a su novia, acurrucada en el suelo, con la cabeza apoyada en el asiento del inodoro, herida de muerte.
El detective Botha hizo lo que los detectives hacen en estos casos: no creyó una sola palabra de todas las dichas por Pistorius. En cambio, se hizo algunas preguntas simples y lógicas, que son las peores. Si el tipo había sentido ruidos sospechosos y quería proteger a su novia, ¿por qué no la había despertado si dormía a su lado, que es lo que hubiese hecho todo el mundo? Desconfió un poco más cuando los vecinos le dijeron que antes de los disparos habían escuchado gritos en la residencia Pistorius. Y después supo que la mujer había entrado al baño con su teléfono celular en la mano. Más bien parecía que Reeva se había encerrado con llave en el baño para hacer una llamada, o para enviar un mensaje a alguien en medio de la madrugada porque se sintió en peligro. Sólo había dos personas en la casa. Pistorius fue el principal sospechoso del asesinato de Reeva Steenkamp.
La investigación del caso fue un meterse de lleno en la vida del ídolo deportivo. Descubrieron a otra persona y a otro mundo. La verdadera personalidad de Pistorius la conocían algunos de sus amigos y la padecían sus parejas. Era un tipo agresivo, provocador, con seis armas de fuego registradas a su nombre, que llevaba alguna de ellas siempre encima, controlador de sus parejas y violento con ellas.
Durante el juicio que le siguieron quedó demostrado que el famoso bate de criquet contenía sangre y piel de Reeva, con lo que la policía y los fiscales sospecharon que Pistorius la había golpeado antes de que ella se encerrara desesperada y temerosa en el baño. Por el estrado de los testigos pasaron amigos de ambos y ex parejas del atleta. Uno de ellos pintó un perfil de Pistorius. Dijo que una noche en la que viajaban en el auto del atleta y durante un rutinario control policial, los agentes habían descubierto un arma de fuego al lado del asiento del conductor. Cuando uno de los policías la tomó, Pistorius se enfureció. La discusión que siguió se zanjó sólo porque pesó la fama más que la ley. Pero, dijo el testigo, cuando se alejaron de la patrulla, y a unos mil metros de distancia, Pistorius había sacado su arma y disparado al aire por el techo corredizo del auto.
Otro de sus amigos reveló que una noche en un restaurante, durante una cena de parejas, Pistorius se había puesto a jugar con su arma bajo la mesa, que se le había escapado un balazo que pegó en el suelo y que, cuando llegó la policía llamada por el gerente, él, el amigo de Pistorius, se había hecho cargo de la trastada para cuidar la imagen del ídolo.
En el juicio salieron a la luz reacciones violentas de Pistorius para quienes eran sus parejas o novias o acompañantes ocasionales, violencia que se había extendido en algunos casos, luego de la ruptura, a los ocasionales novios de aquellas mujeres. Uno de ellos, un productor de televisión, declaró en el juicio que Pistorius lo había encarado en el circuito de Kyalami, durante una prueba de Fórmula 1, y le había cuestionado que estuviese en pareja con su ex novia. “Se puso a gritar y me dijo que me iba a joder la vida si no me alejaba de ella. Me di cuenta de que llevaba un arma y no reaccioné. Pero esa noche llamó por teléfono a mi casa y me amenazó de nuevo.
Todo, o casi todo, se expuso durante el juicio que empezó el 3 de marzo de 2014, hace hoy nueve años. Entre los hechos que salieron a la luz figuraban algunos mensajes que Reeva le había dejado a Pistorius en un intento por desentrañar los extraños códigos de su relación, de cortar los hilos fatales de la tela de araña. Uno de esos mensajes, enviado pocos días antes de su muerte, decía: “Soy la chica que está enamorada de vos; pero también soy la chica a la que dejás de lado cuando no estás de humor, a la que le criticás su acento, su tono de voz. A veces me asustás por cómo me contestás y cómo me tratás”.
En otro mensaje, Reeva le reprochaba sus celos: “Te juro que no estaba coqueteando con ese hombre. Te enojás cuando escuchás alguna cosa sobre mí, pero vos te has citado con muchísimas chicas”. Y, en otro mensaje: “Nunca te mentiría. No soy ni una ‘stripper’ ni una buscona, No puedo ser atacada por gente de afuera que me critica por salir con vos, y también ser atacada por vos. (…) Me hacés feliz el noventa por ciento del tiempo y creo que estamos muy bien juntos. No soy otra puta más”.
Cuando terminó el juicio, empezó una danza de las sillas judicial destinada a salvar al ídolo de la pena que le hubiese correspondido por asesinato, empresa que llevó adelante el equipo de abogados de Pistorius. Del otro lado, los fiscales que llevaron adelante la acusación pretendían una condena severa por el crimen. En el medio danzaron algunos jueces de segunda y tercera instancia las cámaras de apelaciones y algún tribunal supremo del sistema judicial sudafricano.
En octubre de 2014 Pistorius fue declarado inocente del cargo de homicidio premeditado y culpable de homicidio culposo: la juez del caso, Thokozile Masipa, lo condenó a sólo cinco años de cárcel. Agregó en su sentencia otra condena de tres años de prisión en suspenso por tenencia de armas de fuego, como definió al arsenal que Pisatorius guardaba en casa. El ídolo no pasó mucho tiempo en la cárcel. En medio de la batalla legal que se desató, y que llega hasta estos días, Pistorius fue puesto en libertad condicional en octubre de 2015, a un año de su condena, después de pagar una fianza de seiscientos noventa dólares. La Junta de Libertad Condicional de Sudáfrica dictaminó que cumpliera el resto de su condena bajo arresto domiciliario en Pretoria.
Fue a parar a la casa de un tío, bajo la protección y al cuidado de su hermana menor, Aimée; sometido a control electrónico, no podía salir de la casa más de cinco horas diarias, no podía alejarse más de veinte kilómetros de su lugar de residencia, tuvo que entregar su pasaporte y debía pedir permiso policial, y obtenerlo, cada vez que quisiera pasar por encima de reglas tan elásticas. El juez que le otorgó el beneficio, Aubrey Ledwaba, dijo: “En la medida en que se presentó ante el tribunal, probó que no tenía intención de fugarse”.
Tampoco duró mucho en libertad. Un tribunal de Pretoria elevó la pena original a seis años de cárcel, en medio de una controversia por el cómputo de los días que Pistorius había pasado en prisión. Volvió a la cárcel y en agosto de 2016 protagonizó lo que, en apariencia, fue un intento de suicidio. Todo lo que el informe oficial dijo fue que Pistorius “se lastimó las muñecas para provocarse la muerte”. Fue derivado al hospital de Kalafong, en Pretoria, y devuelto luego a su celda, según informaron entonces el diario City Press y la página de noticias News 24. Las autoridades penitenciarias no dieron información alguna y la familia de Pistorius dijo que no iba a comentar “informaciones de prensa”.
En noviembre de 2017, quince meses después del intento de suicidio, un tribunal sudafricano endureció la pena contra Pistorius: el juez Willie Seriti duplicó la pena original de seis años impuesta en 2016, luego del beneficio de la prisión domiciliaria, y lo condenó a trece años y cinco meses de cárcel a pedido de los fiscales que calificaron la pena original de “escandalosamente inapropiada”.
Los abogados de Pistorius impugnaron todos y cada uno de los fallos de los tribunales de apelación, denunciaron supuestas irregularidades, entre ellas el cálculo de los días que el condenado pasó en la cárcel, y pusieron en fecha cercana otro eventual pedido de libertad condicional por haber cumplido ya la mitad de su sentencia.
Hace pocos meses, el condenado fue trasladado de la prisión de Johannesburgo a otra cárcel de la costa Este de Sudáfrica, cerca de donde viven los padres de Reeva. La decisión fue ratificada por el Tribunal Supremo como parte de un proceso conocido como “diálogo entre víctima y delincuente”, que es parte de un programa de “justicia reparadora” del sistema penitenciario sudafricano.
El padre de Reeva, Barry Steenkamp y el asesino de su hija se vieron las caras en junio pasado, luego de que arreciaran los intentos de Pistorius por lograr su libertad condicional. Steenkamp fue con una idea: saber si la muerte de Reeva había sido un accidente, o si Pistorius la había matado en uno de sus ataques de furia. No tuvo respuesta. Luego admitió: “Sólo Oscar conoce la verdadera historia”. También se resignó a que Pistorius dejara la cárcel, siempre de acuerdo a la ley: “Si le corresponde la libertad condicional, que la ley siga su curso. Siempre y cuando todo sea legal, no estoy en contra de que la libertad condicional siga su curso”.
Pistorius está en condiciones de pedir su libertad condicional durante este flamante marzo y a diez años de su juicio por el crimen de Reeva Steenkamp.
Hasta tanto, sigue en su celda. Lee la Biblia.
(INFOBAE)